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martes, 26 de abril de 2022

La Banda de Música del Servicio Penitenciario


 La Banda del Servicio Penitenciario en la EES 66

Hoy tuvimos el placer de escuchar a La Banda de Música del Servicio Penitenciario. Gracias por la visita!!!
















miércoles, 6 de abril de 2022

Literatura 6to 1ra

 

Del que no se casa

Roberto Arlt

   Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?
   Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse “debe conocerse” o conocer al otro, mejor dicho, que el co­nocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
   Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.
   A los dos años de estar de novio, tanto “ella” como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.
   Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la gre­ña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mis­mo. Mi novia me decía:
   -Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
    Mi suegra, en cambio:
   -Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de de­cirme cuándo se puede casar.
  Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Cha­plín nació de la conjunción de dos miradas así. El estaría sentado en un ban­quito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pa­sión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.
   Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase du­rante el noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando con­siguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto!… ¡ciento cincuenta pesos!
  Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el ma­trimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno cu­rioso, aceptan todo los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se in­vierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.
  Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Dos, más dos, más dos, seis años. Mi novia puso cara de “piola”, y entonces con gesto dig­no de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas grie­gas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de tres­cientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.
  Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental su­mamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato triple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñala­das con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudi­nario que espera “morir por su ideal”. Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabe­za meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.
  Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: “Le llevaré flores”. Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
  Llegó el otro aumento. Es decir el aumento de setenta y cinco pesos.
  Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
   -Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.
    Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.
  Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la eviden­cia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades men­tales.
   Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
  -No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elec­ción y a que resuelva si se reforma la Constitución o no. Una vez que el Con­greso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pe­ro hasta tanto el Gobierno provisional no entregue el poder al Pueblo Sobe­rano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

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El Camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse

Augusto Monterroso

   En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
   Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.
   Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.
  Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
   Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.
   Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.
   Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
   De esa época viene el dicho de que:
   Todo Camaleón es según el color del cristal con que se mira.

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Ulpidio Vega 
 Roberto Fontanarrosa
   Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro. 
  Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
 Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto. Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
  Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde, cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada. Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba. 
  Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo". 
  ¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique. 
   Pero eran dos los Vega, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro, que también trabajó en el frigorífico. 
  Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas. 
  De negro los dos, siempre, aun de mañana. 
  Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
  Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo. 
   ¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega! 
  ¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida! 
  Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, 44 que allá en la casa desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
   "Si no te mato", se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan, "sólo es por ella". "Si no te enfrío", le contestaba Juan, que no era lerdo, "es por la vieja".
   Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labio, de sus promesas vanas, de sus mañas. 
  Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era un juego. 
  Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
   Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
   "¡Venite!" 
  "¡Vení vos!", se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
   No se oyó de su boca una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
   A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
   A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido. 

Introduccion a la FISICA 4°1°

Prof: Virginia NOLASCO

PROGRAMAS DE EXAMEN (hasta 2019) por un lado y ciclo 2020-2021, por otro

https://drive.google.com/open?id=1_4040xMjbtFuvZLhfqvKWkgPGgenakf2

https://drive.google.com/open?id=11MVEQOggtnXRCn3DocyDmHfOYjIDtAh0








sábado, 2 de abril de 2022

2 de abril

Día del Veterano y de los caídos en la guerra de Malvinas


El 2 de abril de 1982, tropas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas con el fin de recuperar la soberanía que en 1833 había sido arrebatada por fuerzas armadas de Gran Bretaña. A pocos días del desembarco y toma de las islas por parte de la tripulación argentina, la entonces primera ministra de Inglaterra, Margaret Tatcher, envió una fuerte dotación de militares ingleses para dar respuesta y desplazar a la milicia argentina.
El conflicto bélico resultó ineludible. Si bien fue corto, duró alrededor de dos meses y medio, tuvo resultados contundentemente trágicos: 649 bajas argentinas y más de 500 suicidios motivados por secuelas y traumas de posguerra.
El desalentador escenario político, social y económico que Argentina protagonizaba en ese entonces, funcionó como principal motivación para que la dictadura cívico-militar decidiera, de forma apresurada y sin mayores estrategias militares, realizar un acto patriótico y heroico que mejorara su imagen como gobierno. Sin embargo, el fracaso y derrota de las tropas argentinas deterioró aún más su imagen.
A grandes rasgos, la realidad de la guerra de Malvinas no fue otra que la de una clara desventaja de la milicia argentina frente a las fuerzas inglesas, que estaban mejor preparadas y contaban con un armamento superior en fuerza. Nuestros soldados, jóvenes que fueron alistados de forma obligatoria y otros que lo hicieron voluntariamente, fueron mantenidos en precarias condiciones durante los meses en que se produjo la guerra. La falta de comida, de armamento, de comunicación, de directivas claras y coordenadas precisas, fueron moneda corriente para una misión de semejante calibre.
En noviembre del 2000, a través de la Ley 25.370, el día 2 de abril fue declarado Día de los Veteranos y Caídos en Malvinas en homenaje a todos los combatientes caídos y los sobrevivientes de la guerra de Malvinas y sus familiares.
Actualmente, la disputa por estas tierras se realiza de manera diplomática y forma parte de las agendas en cumbres presidenciales en las que varios países latinoamericanos y del mundo adhieren al reclamo argentino por la soberanía sobre las islas Malvinas.